Primera parte
(introducción)
 
Los tipos de respuestas esenciales (idealistas o materialistas) que se den a la pregunta «¿Qué es la democracia?» no son enteramente independientes de las estimaciones relativas (como valor o contravalor) que la misma democracia merezca.


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Durante estos días se conmemora en toda España el treinta aniversario del fracasado «golpe de Estado» de Tejero, que entró pistola en mano en el Parlamento español y logró que, con la excepción de tres diputados, todos los demás se escondieran «como conejos» debajo de sus escaños y permanecieran en esa posición «indigna» o «ridícula» durante un largo tiempo.

¿Hasta qué punto no tendrá algo que ver la exaltación de la democracia que las conmemoraciones de estos días persiguen con algo así como una compensación o desagravio del ridículo que habían ofrecido, hace treinta años, los jóvenes Padres de la Patria?

Por supuesto, estas conmemoraciones se orientaron en el sentido de fortificar la idea, por contraste, del contento que debía animar al pueblo español recordando que, a fin de cuentas, sus representantes se pusieron de pie, basándose en el supuesto –y es mucho suponer– de que el objetivo aquel golpe de Tejero no hubiera sido otro sino la restauración de la dictadura franquista. Pues es muy probable que el objetivo del golpe no fue tanto «restaurar la dictadura» sino frenar la «deriva» que iba tomando el régimen de 1978 a consecuencia del incremento de las políticas secesionistas de algunas regiones, por un lado, y del incremento de los actos terroristas de ETA, por otro.

Lo que sí parece claro es que estos acontecimientos, y otros muchos similares, nos enfrentan con la paradoja de que la exaltación de la democracia que se lleva a efecto en términos «trascendentales y sublimes» –como representación de la libertad y de la dignidad del pueblo español– no envuelven respuesta esencial alguna a la pregunta que estos mismos sucesos plantean: ¿Qué es la democracia? ¿Cuál es la naturaleza de una organización política que, como la Democracia, encarnación del pueblo soberano, que abre el camino de la libertad y de la paz, parece tan frágil, al menos en cuanto a las posibilidades de ser puestos en ridículo (sus representantes) por un grupo de facciosos?

Ahora bien, podría también decirse que si la «exaltación trascendental» de la democracia no envuelve respuestas esenciales a la pregunta ¿qué es la democracia?, es debido a que esa exaltación presupone ya establecida la respuesta. Una respuesta que estaría contenida en la Constitución de 1978 («la democracia es la soberanía del pueblo que, organizado como un Estado de derecho, elige a sus representantes en el parlamento a través de los partidos políticos reconocidos por la ley»).

Por tanto, si la respuesta se suponía ya establecida, habría que considerar como superflua o insidiosa la pregunta ¿qué es la democracia? Se comprendería, por tanto, que esta pregunta pudiera considerarse no sólo como ociosa o inoportuna, sino también inadmisible.

Ocurría en aquellos días de 1981 algo similar a lo que en otros terrenos volvería a ocurrir en los primeros meses del año 2004, cuando imponentes manifestaciones y procesiones (muchas veces los manifestantes llevaban velas encendidas) clamaban por la Paz, enfrentándose a la guerra del Irak y a los que consideraban sus primeros responsables, los del «Pacto de las Azores» (Bush II, Blair y Aznar). Desfilaban las multitudes por las grandes avenidas de Madrid, Barcelona, Sevilla o Bilbao, portando enormes pancartas o banderolas en las cuales estaba escrita la palabra «Paz» o la frase «No a la Guerra». Era frecuente que el saludo entre los ciudadanos consistiese, a modo de contraseña, en decir «Paz, no a la guerra», al estrecharse la mano. Si a alguno se le hubiera ocurrido haber preguntado en aquellos momentos «¿qué es la Paz?» o «¿qué es la Guerra?», hubiera sido abucheado o insultado: ¿es que no lo sabes? Porque en todo caso, dirían, no nos interesa definir la Guerra o la Paz. «Vale más sentir la compunción que saber definirla.» Vale más sentir el deseo de Paz y proclamar la aversión a la Guerra que saber definir qué es la Paz y qué es la Guerra (pero también, años después: «vale más emprender la Guerra en nombre de los Derechos Humanos, contra la Libia de Gadafi, que preocuparse en definirla»).

Podríamos expresar esta situación por medio de la distinción tradicional entre la esencia y la existencia de algo, poniendo en correspondencia la esencia con la definición, mediante «juicios de realidad» de Paz (o de Democracia), y la existencia con la exaltación, mediante «juicios de valor», de la Paz (o de la Democracia). «Lo que nos interesa es la existencia de la Paz o de la Democracia, y no sus respectivas definiciones esenciales.» De este modo podríamos advertir la afinidad entre estas cuestiones y las cuestiones fundamentales de la Teología, acerca de la esencia y la existencia de Dios. San Lucas cuenta (Hechos de los Apóstoles, 17, 22-23) que San Pablo, de pie ante el Areópago, dijo a los atenienses: «Puedo deciros que sois el pueblo más religioso de la tierra, porque he visto el altar que habéis consagrado al dios desconocido.»

La paradoja de este «dios agnosto» (Theos agnostos), que San Pablo cree poder dar a conocer a los atenienses, podría formularse de un modo análogo a como hemos formulado la paradoja envuelta por la exaltación trascendental de la democracia o de la paz que no necesita de definiciones esenciales (acaso porque se conforma con las definiciones convencionales, por cierto de carácter metafísico). Quien levanta un altar al dios desconocido, proclama sin duda su existencia y su valor, pero reconoce desconocer su esencia, incluso su realidad, y no ahora, sino siempre. Es decir, «reconoce no conocer» esta esencia apelando a la definición que el mismo dios, Yahvé, dio de sí mismo a Moisés, desde la zarza ardiente: «Yo soy el que soy.» Porque si la existencia consiste en ser la misma esencia divina (el Ipsum esse), reconocer la existencia de Dios podrá hacerse equivalente ya a poseer su esencia, que desaparecería, sin duda, si pusiéramos siquiera en duda, mediante una pregunta, su existencia. Porque la existencia de Dios no es un accidente que pueda sobrevenir a un dios meramente posible en algún mundo también posible, porque la existencia es necesaria en todos los mundos posibles para su propia esencia. Y si esto se dice de Dios, con tanta razón habría de decirlo del pueblo soberano, cuando trata de definir la democracia: lo importante es la existencia de ese pueblo soberano –vox populi, vox dei–, acaso porque su esencia implica también necesariamente su existencia.

Se sobrentenderá que la cuestión de la esencia, al margen de su existencia, carece de sentido desde el punto de vista práctico, y es una cuestión de profesores o de juristas. Otro tanto diremos en la cuestión de la Paz, o en la cuestión de la Democracia. Lo importante es mantener la paz, exaltar la democracia; es menos importante, o nada importante, saber definirlas. Como lo importante era reconocer la existencia de Dios, aunque admitiéramos que desconocemos su esencia. Una esencia que, como ocurriría en la democracia o en la paz, parece implicar la existencia como componente esencial suyo, es decir, como verdadera definición suya.

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En resumidas cuentas: ¿acaso quien sienta y exalte la democracia no tiene por qué seguir preguntando a la Constitución misma, en la que se encuentra ya al parecer formulada la respuesta?

Muy pocos encontraban en el hecho mismo del golpe de Tejero (aún interpretado como un golpe a la democracia), un motivo para replantearse la pregunta ¿qué es la democracia? Un motivo interno y pertinente, sin duda, puesto que la democracia española estaba ya en marcha y se veía como «el fin de la historia». ¿Cómo es que en su propia juventud pudiera haber surgido desde el seno del pueblo soberano ese brote letal?

La única respuesta posible –para mantener la consabida respuesta oficial– sólo podría ser esta: porque ese brote letal no había surgido del seno del pueblo soberano, sino de las reliquias que en él quedaban de la dictadura. Y con esta explicación, se reafirmaba, a su vez, la fuerza efectiva de la joven democracia, demostrada, más allá del episodio ridículo de los escaños, por la resistencia al golpe, por la fuerza con la que de todas formas había sabido «darse a sí misma libremente la nueva Constitución» mediante una operación de «transición» ejemplar de la «dictadura» a la «democracia». Pero mediante esta apelación al «acto fundacional», creador y libre de la democracia, se ocultaba la historia real, es decir, la investigación del «milagro de la transición» en el propio proceso de evolución democrática hacia el Estado de derecho del régimen surgido tras la victoria del alzamiento del 18 de julio de 1936.

Ahora bien: la mera sospecha de que estas «raíces históricas» de la transición democrática emanaban de la misma «dictadura» habría sido suficiente para justificar la pregunta ¿Qué es la democracia? ¿Qué es una democracia joven que ha surgido de la metamorfosis de órganos ya creados en la época del Dictador, incluyendo entre estos órganos nada menos que la institución monárquica? Y no en abstracto, sino encerrada en la figura misma según la cual la dibujó el Dictador y sus Cortes generales, a saber, en la figura de la dinastía borbónica, aún saltándose el eslabón que vinculaba a Alfonso XIII y a su nieto.

Pero esta mera sospecha hubiera resultado también insoportable para la «izquierda» que había sido derrotada en la Guerra Civil, sin querer jamás reconocerlo. Más aún: había tenido que esperar a que Franco muriese en la cama para pasar desde el exilio o la cárcel a ocupar los puestos más altos del Parlamento. Una «izquierda» que lejos de considerarse vencida en la Guerra Civil («porque la victoria no fue de la dictadura, sino de los alemanes y de los italianos»), se arrogó la causalidad de la transición de la dictadura a la democracia.

Para esta izquierda, la relación de la democracia, por ellos alcanzada, y la dictadura, era una relación dicotómica; esta falsa conciencia es la que les llevó años después a la invención ad hoc de la Ley de la Memoria Histórica.

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Sin perjuicio de estas implicaciones en el terreno metafísico (u ontológico, si se prefiere) entre la existencia (valorada positiva o negativamente) de la democracia y su conceptualización esencial (axiológicamente neutra), lo cierto es que en el terreno institucional las valoraciones, apreciativas o devaluativas de la democracia, no van siempre acompañadas de definiciones esenciales precisas, ni tampoco recíprocamente las definiciones esenciales suelen llevar aparejados «juicios de valor» (de exaltación o de devaluación, al menos relativa) determinados.

Ahora bien: si de las definiciones esenciales no se deducen valoraciones precisas, ni de las valoraciones precisas se deducen definiciones esenciales, ¿qué tipo de correspondencias podríamos encontrar a priori entre definiciones esenciales y valoraciones de la democracia? Habrá que buscar los fundamentos de las valoraciones (positivas o negativas) de la democracia en lugares distintos de aquellos en los cuales se establecen las definiciones esenciales.

Sin embargo, ¿acaso las definiciones esenciales de la democracia no tienen alguna dependencia con los juicios de valor previos que nos merezca su existencia, es decir, la democracia «realmente existente»?

Hay quienes afirman que sólo desde una valoración previa y positiva de la democracia realmente existente (desde una simpatía o empatía positiva hacia ella) podría penetrarse en su esencia: non intratur in veritatem nisi per caritatem.
Pero hay también quienes sostienen que la distanciación de todo juicio de valor previo permite asumir la perspectiva de fría neutralidad que parece necesaria para definir esencias. Distanciación muy próxima, por cierto, al recelo, aversión o empatía negativa.

No vamos a entrar aquí en esta cuestión. Nos limitaremos a echar un vistazo crítico sobre algunas correspondencias entre tipos de valoraciones de la democracia y definiciones pretendidamente «esenciales» que estas valoraciones suelen llevar asociadas.

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Creemos no equivocarnos demasiado si decimos que la palabra griega demokratía alcanzó, en la Antigüedad, el grado máximo de prestigio en el siglo V antes de Cristo, en la época en que Pericles, heredero de las reformas de Clístenes, que, tras la victoria de Salamina (480), logró controlar las instituciones políticas de Atenas, reformando en el año 457 al antiguo Areópago y dando en él entrada a agricultores y yunteros, y aún retribuyendo económicamente a los miembros del Consejo de los Quinientos, a fin de poder obligarles a asistir a la asamblea. En el celebérrimo discurso que Pericles pronunció en el homenaje a los muertos, que nos «transmite» Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso, se afirma que el régimen político de Atenas, la demokratía ateniense, lejos de ser una imitación de otros pueblos, es el modelo que todos ellos debieran seguir. Pues, como su propio nombre lo dice («gobierno del pueblo») la democracia ateniense es el régimen en el cual no gobiernan unos pocos, sino todos, representados por la mayoría. Además, añadía Pericles, todos los atenienses somos iguales, «y en las elecciones de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, ni excluimos a nadie por su pobreza, si puede prestar un servicio a la república».

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Sin embargo, el prestigio de la democracia descendió notablemente pocos años después, y no precisamente porque sus críticos hubieran advertido que cuando Pericles dice que «todos los atenienses somos iguales», dice solo una verdad a medias, porque debiera haber dicho (salvando la tautología) que «solo somos iguales aquellos hombres que, viviendo en Atenas, en el Ática, pertenecemos a la clase de los ciudadanos, definidos como iguales y libres». Es decir, que somos todos iguales aquellos que nos hemos igualado como ciudadanos, después de «dejar fuera», coom desiguales, a las mujeres, a los metecos y a los esclavos (cuya población llegó a alcanzar en el siglo V, según Rostovtzeff, hasta el 40% de quienes vivían en el Ática). En términos actuales quienes rechazan el alegato de Pericles al exaltar la democracia griega dirían que el alegato es falso porque se mantiene «a espaldas de los derechos humanos». Podríamos añadir que la democracia de Pericles era una república esclavista en la cual la población esclava y, por supuesto, las mujeres, eran parte esencial no reconocida de la sociedad política «realmente existente».

Pero los críticos de la democracia de Pericles eran tan esclavistas como Pericles, como siguieron siéndolo, hasta los tiempos de Abraham Lincon, tantos fundadores de la democracia norteamericana admiradores, por cierto, de la democracia ateniense. El descenso del prestigio de la democracia periclea no se inspiraba en los «derechos humanos» (tal como serían reivindicados siglos después por los cristianos que habían escuchado a San Pablo decir: «ya no hay gentiles o judíos, griegos o bárbaros, porque todos somos iguales en Cristo»). 
La crítica a la democracia de Pericles, una crítica de fondo o esencial y no meramente una crítica circunstancial, y su consiguiente desprestigio axiológico, no se basó tanto en la denuncia de la escandalosa desigualdad de las personas que vivían en Atenas, sino precisamente en el no menos escandaloso principio de igualdad entre los ciudadanos (entre los individuos que habían llegado a ser ciudadanos iguales) en el que Pericles basaba el orgullo de su democracia.

Fue Platón –que no olvidaba que la democrática asamblea ateniense había condenado a muerte a Sócrates– quien atacó al núcleo mismo de la democracia periclea, es decir, la democracia procedimental, al «método racional» de tomar sus decisiones siguiendo el criterio de la mayoría. Dice Platón, con ironía envenenada, poniendo en boca de Sócrates, en su Protágoras, las siguientes palabras (conviene recordar que Protágoras había muerto en el año 410 y, por tanto, que Platón está evocando sus palabras por lo menos veinticinco años después de su muerte, si es que la Academia fue fundada en 385): 
«En efecto, yo opino, al igual que todos los demás helenos, que los atenienses son sabios. Y observo, cuando nos reunimos en asamblea, que si la ciudad necesita levantar un edificio llama a los arquitectos para que aconsejen sobre la construcción a realizar. Si de construcciones navales se trata llaman a los ingenieros (armadores)... pero si hay que deliberar sobre los asuntos políticos [ton tes poleos diakeseos] entonces se escucha por igual el consejo de todo aquel que toma la palabra, ya sea carpintero, herrero o zapatero, comerciante o patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar. Y nadie le reprocha, como en el caso anterior, que se ponga a dar consejos sin conocimientos y sin haber tenido maestro.»

La crítica de Aristóteles se mantiene en otra perspectiva que la de Platón, puesto que no deriva su crítica de su específica condición de democracia (como si fuera esta condición específica la razón de su fragilidad), sino de su condición genérica de régimen político (entre otros). Por ello, la crítica de Aristóteles, demoledora a nuestro entender del fundamentalismo democrático pericleo, se ejercita como una clasificación, como una taxonomía neutral que ni siquiera toma partido, inicialmente al menos, mediante algún juicio de valor general, ante la democracia. La democracia, dice Aristóteles, es una forma más entre otras de organización de la sociedad política. Ella no garantiza su valoración (positiva o negativa), es decir, no cabe afirmar que la democracia es lo mejor, o lo peor, porque la democracia, como las demás formas del Estado, «se dicen de muchas maneras», que además pueden ser rectas (ortha) o torcidas (parakbasis). 
Pero podría tomarse como indicio del prestigio que la democracia había experimentado ya en la época de Aristóteles, el maestro de Alejandro, el hecho de que al exponer las formas rectas, Aristóteles habla de Monarquía, cuando manda uno; de Aristocracia, cuando mandan los pocos; y de República [es decir, no de Democracia], cuando mandan los más. En cambio, al exponer las formas desviadas o torcidas, Aristóteles se refiere respectivamente a la Tiranía, a la Oligarquía y a la Democracia. Sólo en una ocasión sustituye este término por el de Demagogia, y así es como la taxonomía aristotélica se incorporará a la doctrina escolástica (o escolar) ulterior: monarquía/tiranía, aristocracia/oligarquía, democracia/demagogia.

La ambigüedad entre Democracia y República (como denominación genérica de la sociedad política, tanto si esta es monárquica o tiránica, o como si es aristocrática u oligárquica, o democrática o demagógica) aparece ya, por tanto, en los textos aristotélicos. Sin embargo, y a partir de las formas de organización política que fueron haciéndose cada vez más fuertes después de Aristóteles (el imperio de Alejandro, el imperio romano, los reinos o imperios sucesores medievales o modernos) se comprende que, durante el «Antiguo Régimen», el término «república» tendiera a ser entendido en su sentido genérico, como denominación de las sociedades políticas en general. En terminología escolástica, por ejemplo, en la escolástica española de los siglos XVI y XVII, el término res publica designa a la sociedad política realmente existente (ya fuera esta el Reino de Castilla, ya fuera la República de Venecia). 
Y se comprende también que fuera en situaciones cercanas al Nuevo Régimen (en Inglaterra, por ejemplo), pero que mantenían el régimen monárquico, en donde el término democracia tendría más posibilidades de triunfar en la «competencia semántica» con el término república. Sin embargo se ha observado que durante el siglo XVIII, el término democracia se mantuvo antes como un tecnicismo académico que como una denominación de un proyecto revolucionario, que prefirió, para subrayar la oposición al Antiguo Régimen, utilizar al principio el término República.

En Norteamérica la ambigua relación de afinidad/competencia entre los términos República y Democracia, se manifestaba ya en la denominación «Partido democrático republicano», que asumió la coalición de plantadores y pequeños granjeros en la última década del siglo XVIII. Thomas Jefferson había dimitido como secretario de Estado del presidente George Washington, en protesta contra los políticos federalistas favorables a mantener relaciones comerciales, financieras e industriales con Nueva Inglaterra y medio Atlántico. Desde 1800 Jefferson y el Partido Republicano mantuvo el poder durante veinticuatro años. En 1824 apareció la escisión entre los National Republicans y los Democratic Republicans. En 1828 fue elegido presidente Andrew Jackson, y su facción adoptó el rótulo de Partido Democrático, que se desintegró hacia 1850 por los conflictos sobre la cuestión del esclavismo. El 1860 los republicanos nominaron a Abraham Lincoln y controlaron la presidencia de los Estados Unidos durante años; los demócratas llegaron al poder con el presidente Cleveland y se mantuvieron hasta 1912. Una escisión de los republicanos, durante el mandato de Taft, llevó a la presidencia a Theodor Roosevelt, del partido demócrata. 
Pero en Europa, sobre todo en Francia, la democracia (como la República) fueron términos desprestigiados por los partidos «derechistas» que habían ido formándose como reacción a las izquierdas que levantaron la bandera de la República, propia del Nuevo Régimen (demócratas y republicanos serían adjetivos que se añadirían a la serie de adjetivos insultantes que Fray Rafael Vélez, en su Preservativo contra la irreligión (Cádiz 1812), había acumulado para designar a los revolucionarios: iluminados, materialistas, ateos, incrédulos, libertinos, francmasones, impíos o liberales).

Sin embargo, en Europa, los términos «república» y «democracia» mantuvieron o incrementaron su prestigio en boca de las distintas generaciones de la izquierda. En la izquierda marxista leninista, sin embargo, el «prestigio de la democracia» decayó notablemente por su asociación con las «democracias burguesas» capitalistas; a estas democracias se les opuso la «dictadura (abiertamente antidemocrática, en el sentido burgués) del proletariado». Castelar, que había fundado el diario La Democracia en 1863, y que había saludado al «primer congreso que la democracia europea podía celebrar, allá por setiembre de 1867», y había asistido el año siguiente, 1868, a «otro congreso de la democracia, en Berna» (votando por cierto, contra los colectivistas, a favor de la propiedad individual), pudo ya hacerse cargo, en su célebre discurso de 1871 en el Congreso español, conocido como «Discurso sobre la I Internacional», de que en el Congreso de Berna «los slavos [sic] nos dijeron que éramos demócratas puramente formalistas, que éramos republicanos puramente platónicos y nos amenazaron con volver contra nosotros, contra la democracia política, las diferentes asociaciones de trabajadores que habían establecido, que habían organizado en toda Europa». En efecto, lo que Castelar designaba como «democracia política» es aquello que desde el socialismo comunista se llamó, peyorativamente, «democracia vulgar o burguesa», que era la democracia pacifista propuesta en el Congreso de Gotha (22 a 27 de mayo de 1875) por el «Partido Obrero Socialdemócrata» (los eissenachianos de Liebknecht y Bebel), por un lado, y la Unión General de Obreros Alemanes (lassalianos, «vendidos a Bismarck», es decir, al Estado, «que no es más que despotismo militar de armazón burocrático y blindaje policiaco, guarnecido de formas parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por la burguesía, ¡y encima, asegurar a este Estado que uno se imagina poder conseguir eso de él ‘por medios legales’»). Y continúa Marx en su Crítica al Programa de Gotha (1875): 
«Hasta la democracia vulgar, que ve en la república democrática el reino milenario y no tiene la menor idea de que es precisamente bajo esta última forma de Estado de la sociedad burguesa donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases hasta ella misma está hoy a mil codos de altura sobre esta especie de democratismo que se mueve dentro de los límites de lo autorizado por la policía y vedado por la lógica.»

Y si más adelante, en los países comunistas, después de la Segunda Guerra Mundial, la democracia recuperó su prestigio, tuvo que ser completada con la expresión «democracia popular», como designación de la democracia auténtica. Y aún se acuñó la expresión «República democrática», que no convenció a los demócratas occidentales, que vieron en ella una simple técnica de disimulo de un régimen autocrático. 
Fue precisamente en los años que preceden y siguen a la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo en los años de la Guerra Fría, cuando la oposición (formulada desde la Unión Soviética y países satélites) entre el bloque capitalista y el bloque socialista fue reforzada, desde «Occidente», como oposición entre el bloque democrático y el bloque comunista. Y fueron estos los años de la exaltación decisiva de la democracia, que llegaría a desplazar definitivamente al término república (las izquierdas «occidentales», muchas de ellas enfrentadas con los métodos de las dictaduras comunistas, seguían siendo monárquicas, como el Reino Unido, Holanda, Bélgica, Suecia, España). Proceso que culminó con el derrumbamiento de la Unión Soviética.

El prestigio de la democracia alcanza su grado más alto en la que podríamos llamar «época del fundamentalismo democrático», que considera a la democracia como la única forma de sociedad política posible y deseable. 

El fundamentalismo democrático comenzó a cristalizar de hecho, aún sin llamarse así; lo que implicaba considerar a la democracia como algo más que una alternativa «técnica» entre otras posibles. Las democracias se vincularon a los Derechos Humanos –incluso se presuponía a veces que se deducían de ellos– y alcanzaron, al menos en el terreno de la retórica (de la ideología), dimensiones «trascendentales»: las democracias comenzaron a ser estimadas como el valor supremo y definidas como la fuente de la libertad del Género humano, y aún como fuente de todos los demás valores (solidaridad democrática, arte democrático, tolerancia democrática...), y como el preludio de la sociedad universal globalizada, como el «fin de la historia», en palabras de Fukuyama.

En la España de la monarquía de 1978 la consideración trascendental o sublime de la democracia –y no de la república– alcanzó su mayor intensidad, puesto que la transición de la «Dictadura» al régimen de la libertad (y no sólo de las libertades políticas, sino de la libertad humana en general) se hizo por consenso, dentro del cauce de la monarquía constitucional. Lo que determinó, sin duda, la «derrota semántica» del término «república», en la oposición entre los términos república/democracia. La Historia Universal, la Historia del Género Humano y, por tanto, las historias particulares, entre ellas la Historia de España, comenzaron a dividirse dicotómicamente en dos grandes épocas: las épocas predemocráticas y la época democrática. Las épocas predemocráticas tendieron a verse como vecinas a la prehistoria. Por ello una de las misiones fundamentales que parece tenían que asumir las democracias homologadas fue la de mantener la memoria histórica de las dictaduras predemocráticas como medio de impedir que las formas residuales de la dictadura pudieran levantar cabeza.

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La exaltación trascendental que la democracia fue alcanzando a partir de la Guerra Fría y, sobre todo, a partir de la caída de la Unión Soviética, mediante la vinculación entre las democracias (homolgadas) y los derechos humanos, requirió el trabajo ideológico universal de historiadores, politólogos, juristas, sociólogos o políticos que, obviamente, tuvieron que acudir a los clásicos. En Norteamérica los clásicos habían sido, ante todo, Pericles y Cicerón (y, por supuesto, Washington, Jefferson, Hamilton o Mill; basta repasar el término «Democracia» en el Syntopicon). En Europa, Montesquieu y Rousseau.

No entraremos aquí en el análisis de las razones por las cuales Pericles o Cicerón pudieran haber sido considerados como los clásicos de la democracia moderna. Nos referiremos aquí al problema (o paradoja) de los casos de Montesquieu y Rousseau, considerados casi unánimemente como los «padres» de la democracia, cuando en modo alguno puede decirse que ellos asumieran la ideología democrática. 
Tanto Montesquieu como Rousseau se inclinaron por el régimen aristocrático, o por un régimen mixto. Y Rousseau se distinguió por sus contundentes críticas al régimen democrático: «No hay gobierno tan sujeto a las guerras civiles y a las convulsiones intestinas como la democracia», dice en el libro III, hacia el final del capítulo IV de su Contrato Social, que termina con esta proposición condicional, pero demoledora desde la perspectiva de una Real Politik: «Si existiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente; pero un gobierno tan perfecto no es apropiado para los hombres.»

Es comúnmente admitido que Rousseau influyó principalmente en las primeras fases de la Revolución francesa, mientras que Montesquieu alcanzaría su influencia mayor en las fases posteriores, principalmente por su doctrina de la necesidad de la separación de los «tres poderes conjuntivos» (legislativo, ejecutivo y judicial), separación considerada sobre todo como la mejor manera de evitar el despotismo. 
Sin embargo sabemos que la doctrina de los tres poderes conjuntivos es muy anterior a Montesquieu; en el Primer ensayo de las categorías de las ciencias políticas (1991, pág. 302 y ss.) sugeríamos, como fuentes de la doctrina de Montesquieu, aparte de Locke, a Aristóteles, Dicearco, Polibio o Cicerón y su quartum quoddam genus rei publicae. En todo caso, la doctrina de la separación de los tres poderes conjuntivos tenía un fundamento más bien prudencial que teórico, sobre todo si tenemos en cuenta que El Espíritu de las Leyes (1748), como luego El Contrato Social (1762), no ofrecen una exposición explícita de la doctrina de los tres poderes como órganos o funciones de la sociedad política concebidos en pie de igualdad, sino que hablan de dos poderes fundamentales, el legislativo y el ejecutivo. Y de tal suerte que el poder judicial se parece más a una mera derivación o aspecto del ejecutivo, o incluso reductible a él, que a un poder originario. «De esta manera –dice Montesquieu, XI, 6– la potestad de juzgar, tan terrible entre los hombres, no se halla anexa a determinado estado ni profesión y por lo mismo viene a ser invisible y nula.» Contrasta, según esto, la doctrina de los clásicos de la «moderna doctrina democrática», Montesquieu y Rousseau, con la doctrina actual, que tiende a equiparar la democracia con el Estado de derecho, entendiendo este Estado de Derecho, prácticamente, como la doctrina de la subordinación del poder ejecutivo al poder judicial. O, acaso, como la utilización del poder judicial como el cauce o instrumento privilegiado del ejecutivo para ejercer su poder sobre los ciudadanos. Y ello sin perjuicio de que toda la «fuerza de obligar», o fuerza coactiva que asiste a las sentencias de los tribunales de justicia, deriven enteramente de los métodos coactivos y violentos propios del poder ejecutivo. o si se prefiere, del Estado como «monopolizador de la violencia».

El caso de Rousseau –su «consagración» como padre de la doctrina democrática actual– es mucho más difícil de explicar, teniendo en cuenta las críticas demoledoras de la democracia que El Contrato Social ofrece. Es cierto que, en una ocasión, al hablar de la institución del gobierno (en el capítulo XVII del libro III), Rousseau parece identificar la soberanía del pueblo con la democracia, identificación en la que cifra la solución del problema que él tiene planteado, a saber: «¿Cómo –supuesto que el Soberano ha establecido la ley– llega el pueblo soberano a institucionalizar el Gobierno?» Pues la dificultad estriba en comprender cómo puede tener lugar en el Soberano un acto de gobierno antes de que exista el Gobierno. Y cómo el pueblo, que no es más que soberano (o en su caso, súbdito), puede llegar a ser Príncipe (y por «príncipe» Rousseau viene entendiendo, inspirado en el vocabulario de la República de Venecia, al «cuerpo del gobierno»; Gramsci, dos siglos después, interpretaría al Príncipe como el Partido Comunista). Rousseau utiliza la idea «Soberano» casi como una idea metafísico abstracta o, por lo menos (en nuestra terminología), como una idea de formato lisológico; mientras que la idea de «Gobierno» será tratado como una idea morfológica.

¿Y cómo de una idea lisológica puede surgir una idea morfológica? ¿Cómo de la idea lisológica de «vida orgánica» es posible obtener la morfología de un hígado o de una mano? He aquí cómo resuelve Rousseau su «problema de organogénesis».

El acto por el cual se institucionaliza el Gobierno (es decir, el Príncipe) –dice Rousseau– es un acto compuesto de otros dos: primero, el establecimiento de la ley; segundo, la ejecución de la ley. Mediante el primer acto, el Soberano estatuye que ha de establecerse un cuerpo de gobierno, de tal o cual forma; y es evidente, dice Rousseau, que este acto primero es una ley (sin que nos manifieste la razón de su evidencia). Mediante el segundo acto, el Pueblo designa a jefes encargados del gobierno establecido, por lo que puede afirmarse que este acto no es tanto una segunda ley sino una continuación de la primera.

Ahora bien: el hecho de que un acto de gobierno deba darse antes de que el gobierno exista, es decir, el hecho de que el pueblo, que sólo es Soberano, llegue a ser a la vez Príncipe o magistrado, «descubre una de esas propiedades asombrosas del cuerpo político, mediante las cuales se conciben operaciones en apariencia contradictorias, lo que tiene lugar mediante la transformación súbita de la soberanía en democracia» [subrayado nuestro].

Difícilmente –diríamos, por nuestra parte– puede encontrarse un proceder tan chapucero que el que emplea Rousseau para resolver el problema planteado, el problema de la imposibilidad de que un acto de gobierno tenga lugar antes de que el gobierno exista; un problema que envuelve un «problema metafísico» mucho más general, del que Rousseau no tuvo, al parecer, conciencia. Rousseau dará como un hecho este acto imposible y, una vez supuesto este hecho (sin importarle la petición de principio, puesto que este acto es el que se presentaba como imposible), se concluirá su posibilidad: de facto ad posse valet illatio. En realidad, la «organogénesis del Gobierno» a partir del Soberano la explica Rousseau apelando a la causa sui. Pero la causa sui es imposible... salvo que se parta de ella, como un proceso que se postula como ya dado de hecho.

No es esta la ocasión de ofrecer un análisis gnoseológico de El Contrato Social de Rousseau, pero sí necesitamos (dada la importancia que a esta obra suele atribuírsele, desde el fundamentalismo democrático del presente) definir la posición de sus métodos dentro del «sistema» de las teorías políticas. Lo que sigue es tan solo un esbozo esquemático de un análisis que requeriría muchas más páginas.

Tomamos, como punto de partida de nuestra exposición, el texto de El Contrato Social que acabamos de citar. El texto en el cual Rousseau se manifiesta más «próximo» al fundamentalismo democrático, el texto en el que se expone la «transformación de la Soberanía en Democracia».

Rousseau procede aquí, sin duda alguna, como un maestro de la teoría pura de la sociedad política, de la democracia. No es, por supuesto, el primero; también Montesquieu procedió, en El Espíritu de las Leyes, por las vías de la teoría pura (a veces vinculada al método cartesiano, incluso, en el caso de Montesquieu, al método newtoniano). En cualquier caso, la pureza de la que hablamos se entiende dada en el terreno gnoseológico, en el que «puro» se opone a «empírico», acaso como «sistemático» se opone a «histórico». Y no en el terreno axiológico de la pureza como «neutralidad» o inmunidad respecto de todo juicio de valor. Tanto Montesquieu como Rousseau mantienen, a lo largo de todas sus investigaciones filosófico políticas, un partidismo axiológico muy acusado. Cabría decir que Montesquieu orientó todo su discurso teórico en función de una aversión obsesiva al despotismo, al «horroroso despotismo» (dice a veces). Rousseau, por su aversión declarada hacia las repúblicas representativas. Dice en el Libro III, cap. 15: «La idea de la representación es moderna; nos viene del gobierno feudal, gobierno inicuo y absurdo con el cual la especie humana se degradó y la especie humana fue deshonrada.» Toda su «teoría pura» está orientada axiológicamente por su toma de partido a favor de las pequeñas repúblicas (los cantones suizos) en las que cabe hablar de una democracia directa, sin la mediación de representantes; una posición paralela a la que en la «Profesión de fe del vicario saboyano» del Emilio, adoptaba ante los sacerdotes en cuanto mediadores o representantes del hombre entre Dios y el Pueblo.

Pero las analogías «formales» entre las teorías de Rousseau y de Montesquieu no pueden ocultar las diferencias materiales de fondo. La diferencia principal (en el terreno gnoseológico) la pondríamos en la oposición entre la estructura pluralista de la teoría pura de Montesquieu (un pluralismo que le pondría en cierta vecindad con el materialismo político) y la estructura monista de la teoría pura de Rousseau (monismo que pondría Rousseau en la vecindad del idealismo o voluntarismo político).

Rousseau, y nos remitimos al texto citado, parte de la Soberanía del todo popular (el «Soberano»), que es, sin duda, una idea lisológica, simple e indivisible, del poder político, cuya homóloga en Teología sería la idea de «Poder divino» propia del monoteísmo. De esta idea intentará deducir los órganos del gobierno, y la combinatoria entre sus órganos –monarquía, aristocracia, democracia– y no acudiendo a razones externas (evidentemente violentas), sino a razones inmanentes, pacíficas, al hecho mismo de la constitución creadora del gobierno. Cabría establecer alguna correspondencia entre el proceso de transformación de la Soberanía en Gobierno democrático y el proceso de transformación de la Teología unitarista en Teología trinitaria; que, por cierto, se correspondería muy estrechamente con la teoría de los tres poderes, el legislativo (el Padre), el judicial (el Hijo) y el ejecutivo (el Espíritu Santo) –remitimos al artículo «Crítica a la constitución de una sociedad política como Estado de Derecho», El Basilisco, nº 16, pág. 11–.

La mejor ilustración de este estilo racionalista o teórico puro de la deducción roussoniana nos la ofrece el capítulo 1 («Del gobierno en general») del libro III, en el que Rousseau pretende representar las relaciones «del todo con el todo o la del Soberano con el Estado», que se cruzan en el Gobierno mediante las relaciones de los extremos de una proporción continua cuya media proporcional fuera el gobierno.

Rousseau está pensando, sin duda, en la proporción continua que podríamos escribir hoy de este modo: a/b = b/c; de donde b²= a*c [representando a al Soberano, c al Pueblo (vinculado, en cuanto soberano, al poder legislativo) y b al Gobierno (al Príncipe como conjunto de magistrados que detenta el poder ejecutivo)]:

«El Gobierno recibe del soberano las órdenes que le da el pueblo; y para que la república mantenga un buen equilibrio, es necesario que todo compensado haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno, tomado en sí mismo, y el producto o poder de los ciudadanos que son soberanos por una parte y súbditos por otra.»

Y añade: «Supongamos que el Estado se compone de 10.000 ciudadanos. El Soberano sólo puede ser considerado colectivamente y en cuerpo, pero cada particular, en su calidad de súbdito, es considerado como individuo; así, el soberano es al súbdito como 10.000 es a 1, es decir, cada miembro del Estado no tiene más que la diezmilésima parte de la autoridad soberana... si el pueblo se compone de 100.000 hombres, el estado de los súbditos no cambia, pero su sufragio, reducido a una cienmilésima, tendrá diez veces menos influencia...»
Rousseau añade preventivamente: «Si poniendo este sistema en ridículo se dijera que para formar esta media proporcional y formar el cuerpo del gobierno sólo es necesario sacar la raíz cuadrada del número de personas [√a*c = b] responderé que yo tomo aquí este número a modo de ejemplo...»

Montesquieu, en cambio, parte en su teoría pura de la pluralidad establecida de poderes, según una clasificación que muchos confunden con la de Aristóteles, pero que se diferencia profundamente de ella en su misma estructura lógica. Mientras que la clasificación de Aristóteles es paralela a la clasificación ternaria de las proposiciones, según su cuantificación (uno, alguno, todos), la clasificación de Montesquieu parte de dos clasificaciones dicotómicas: (1) la dicotomía entre el poder de la desigualdad (de las monarquías) y el poder de la igualdad (dentro del cual todos los individuos son iguales, como ocurre con la república y con el despotismo; solo que en la república, inspirada por la libertad, «todos los individuos son iguales porque lo son todo»; mientras que en el despotismo, inspirado por el temor, «todos los individuos son iguales porque no son nada»); (2) la segunda dicotomía que utiliza Montesquieu es la que pone a un lado a las monarquías y repúblicas (en cuanto gobiernos conforme a leyes, o para decirlo en términos ulteriores, en cuanto Estados de derecho) frente a los estados despóticos (en los cuales no hay propiamente leyes).

En resolución, por tanto, la teoría pura del Estado de Rousseau se plantearía como objetivo la deducción de la pluralidad morfológica a partir de una concepción unitarista de la sociedad política; mientras que la teoría pura del Estado de Montesquieu se plantearía como objetivo la deducción de la unidad (de composición, coordinación, equilibrio, &c.), a partir de la multiplicidad originaria de los poderes dados. Tanto en Montesquieu como en Rousseau parecería haberse logrado la deducción de la sociedad política, y dentro de ella, de la democracia, aún partiendo de principios teóricos opuestos. Montesquieu, diríamos, deduce la democracia de la intersección combinatoria de sus dos dicotomías, a través de sus respectivos caracteres («gobiernos conforme a leyes» y «gobiernos iguales y libres» cuando lo son todo). Rousseau deduciría la democracia de la «autotransformación de la soberanía en democracia»; una autotransformación que ya no puede confundirse con el contrato social, según nos confirma en el capítulo 16 del libro III: «La institución del Gobierno no es un contrato».

7

Concluimos: las innegables valoraciones negativas de la democracia que mantuvieron los comúnmente considerados padres del fundamentalismo democrático, no conducen, por lo que entendemos, a una teoría materialista de la democracia, sino propiamente a una concepción idealista-voluntarista que, por serlo, es capaz de reivindicar a las grandes figuras de la Ilustración francesa, Montesquieu y Rousseau, como precursores suyos.

Pero la respuesta materialista a la pregunta ¿Qué es la democracia? no nos llega de este modo. Sin que pueda por ello suponerse que sólo cambiando el signo de la estimación axiológica, es decir, sólo partiendo de una valoración positiva de la democracia, y aún del fundamentalismo democrático, podríamos esperar una respuesta materialista a la pregunta.

Y acaso la única forma de neutralidad axiológica consista, no ya en abstenernos de toda valoración, sino simplemente en evitar el fundamentalismo, reconociendo en la democracia un régimen aceptable pero en las condiciones adecuadas, del mismo modo que otros regímenes, la aristocracia, incluso la monarquía, pueden también ser aceptables, desde un punto de vista funcional, si tenemos en cuenta las pertinentes condiciones.



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